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Madres migrantes: con el corazón dividido

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26 October 2012 Norma De la Vega, New America Media Print Email
Inmigrantes sin documentos que trabajan como niñeras en los Estados Unidos y que a cambio de un trabajo pagan una cuota emocional elevada: vivir físicamente alejadas de sus hijos.

Mientras que en los medios de comunicación nacionales se debate si las mujeres pueden tenerlo todo, éxito laboral y familia, poco se conoce del dilema de otras.

Ellas son las inmigrantes sin documentos que trabajan como niñeras en los Estados Unidos y que a cambio de un trabajo han pagado una cuota emocional elevada: vivir físicamente alejadas de sus hijos.

El sentimiento de culpa entre las madres trabajadoras es conocido pero poco se sabe del drama de las niñeras indocumentadas que cuidan y dan cariño a niños ajenos mientras que a sus propios hijos sólo pueden contactarlos por teléfono porque viven en el país de origen.

He aquí la historia de tres madres inmigrantes: una mexicana que prometió a sus hijos volver pronto pero como no lo ha podido hacer vive atormentada por su promesa incumplida. Una salvadoreña que se esfuerza por regalar a sus niños cosas materiales porque no puede estar ahí con ellos, inculcándoles valores y aplaudiendo sus logros y finalmente una argentina quien tras catorce años de separación se reencontró con sus hijos.

“De nada ha valido mi cansancio”

A Gloria García 43 años, le gusta imaginar una realidad diferente y en sus ratitos de ocio la inmigrante indocumentada deja volar su mente para responderse ¿cómo sería su vida si no hubiera salido nunca del pueblo en donde vivía con su hijos?

En el 2002, emigró a los Estados Unidos huyendo de la pobreza y un marido golpeador y dejando a sus tres hijos, Edgar de 11 de años, Montserrat, de 6 y Jimena de 4, bajo el cuidado de los abuelos en Michoacán.

“Yo me vine para acá porque no tenía ni para darles de comer a mis hijos, no tenía ni dónde vivir porque ganaba muy poquito”, indica García.

Para la madre mexicana, la despedida de sus hijos fue uno de los momentos más duros de su vida pues no encontraba las palabras para infundir en sus hijos seguridad ante un futuro incierto, así que prometió que la separación sería solo temporal. Pero han transcurrido diez años y García no ha podido volver a su país a ver cómo cambiaron los rostros de sus hijos.

Una investigación de Pew Hispanic Center, Portaretrato de los Inmigrantes Indocumentados en los Estados Unidos, indica que en los Estados Unidos viven 4.1 millones de mujeres migrantes indocumentadas.

García es una de ellas, vive en Richmond, al este de la Bahía y trabaja como niñera en San Francisco ganando 400 dólares por semana. Un salario insuficiente para todas sus necesidades pues envía a sus hijos 800 dólares por mes y el resto de su salario se va en el alquiler del cuarto, comida y transportación. Su jornada laboral es casi de once horas diarias debido al tedioso recorrido de tres horas de ida y vuelta al trabajo en autobús.

Pero su agotamiento físico es poco ante su dolor emocional. La madre lamenta haberse alejado de sus hijos, pues su ausencia ha dejado cicatrices más duras de borrar que el hambre. “Mi hijo sufrió porque nunca pude presentarme en la escuela, me decía que sus amigos tenían a sus mamás y él no”, señala García.

Dijo que un día iba rumbo a su trabajo cuando escuchó el teléfono. Era Edgar, el hijo mayor quien le espetó en segundos su enojo. “Nunca te voy a perdonar, dijiste que te ibas sólo por unos años pero no has regresado”. García repite las palabras de su hijo que lleva clavadas en su mente. “En esos días me sentía como muerta, desorientada, frustrada y pensando ‘yo no valgo nada’”.

Desesperada, empezó a tomar pastillas para dormir proporcionadas por otras mujeres, pero cuando ya no pudo obtenerlas, buscó otro tipo de apoyo y la encontró en Mujeres Unidas y Activas, una organización no lucrativa, que da orientación en derechos laborales y tiene un grupo donde las inmigrantes hablan de sus vidas y se ayudan.

“Entre las trabajadores domésticas hay mucha depresión, muchas viven con zozobra, miedo y un permanente sentimiento de culpa”, indicó Juanita Flores, directora de programas en Mujeres Unidas.

Una investigación , intitulada Behind Closed Doors, realizada por Mujeres Unidas en año 2007 entre 240 domésticas, encontró que el 94 por ciento de las trabajadoras encuestadas eran latinas y la mayoría, 72 por ciento, eran inmigrantes que mantenían a sus familias en su país de origen. Veinte por ciento dijeron haber sufrido abusos físicos y verbales y un 9 por ciento acoso sexual.

La investigación no abundó en el estatus migratorio, pero se sabe que el trabajo de niñeras es realizado por un alto número de indocumentadas que no hablan inglés, no tienen acceso a licencia de conducir, desconocen la cultura y viven atemorizadas ante la eventualidad de ser arrestadas y deportadas.

Condiciones, que según especialistas, las pone en mayor riesgo de sufrir enfermedades mentales. “Vivir en una cultura diferente crea un motivo extra de tensión dado que los inmigrantes deben aprender un nuevo idioma y nuevas costumbres. Para pacientes que están viviendo al borde de un funcionamiento independiente, eso puede ser demasiado, y el resultado es depresión, ansiedad o psicosis”, señala el doctor Russell Lim, profesor de la Universidad de California en Davis y especialista en psiquiatría transcultural.

“Si me deportan me harían un favor”

Emma Delgado, de 37 años, cuenta entre sus satisfacciones el tener un trabajo que le permite mantener a sus hijos y hasta darles algunos lujos como la fiesta juvenil de sus dos adolescentes que viven El Salvador.

“A Dios gracias se les celebró a las dos hijas sus XV años y mi Vanesa cuando me habló para darme las gracias hasta lloró de la emoción”, dijo Delgado. Pero el precio que tuvo que pagar la madre para poder pagar la fiesta de la Quinceañera fue que ella no pudo estar ahí con sus hijas. “Sólo vi un video y sentí un nudo en la garganta y lloré. No es nada fácil estar separada de los hijos pero hay que tomar esa decisión para poder pagar también sus estudios”, indica la inmigrante.

En 2003 Delgado cruzó ilegalmente la frontera y llegó a San Francisco para encontrarse con su esposo desempleado. Ella era una ama de casa en Costa del Sol, su pueblo natal. Ahí criaba gallinas y dependía del dinero que enviaba su marido. Pero cuando el esposo perdió el empleo y las remesas ya no llegaron, ella salió al rescate de la economía familiar.

Dijo que sus hijos eran muy pequeños cuando se despidió: Fernando tenía 10 años de edad, Vanesa 8 y Chaterine 7.

Delgado trabaja en el cuidado infantil y en el aseo de casas. Gana un promedio de 15 dólares por hora y envía a sus hijos 600 dólares al mes. Es parte del grupo de Mujeres Unidas y Activas y en tiempo libre se dedica a apoyar a la organización, reparte volantes sobre derechos laborales a otras mujeres. Un día le tocó viajar a Nueva York como parte de su activismo y la inmigrante sin documentos lo hizo desafiando a las autoridades de migración. “A mí si me deportan de verdad que me harían un favor porque ahí sí ¡a ley que me voy!", dice riendo la inmigrante.

El doctor William Vega experto en salud mental enfermedades de los latinos de la Universidad del Sur de California indica que históricamente los inmigrantes han podido ajustarse y prosperar a pesar de sus difíciles condiciones de vida.

“Es como volver a empezar”

Fernanda Areal, de 51 años, regresó a su natal Argentina tras vivir catorce años separada de sus hijos, tiempo en que sus tres hijos estuvieron bajo el cuidado de la abuela.

La maestra argentina, quien renunció a su carrera profesional para trabajar como niñera en San Diego y Los Ángeles, aceptó hablar – vía telefónica– de su reciente reencuentro con sus tres hijos.

¿Qué ganó y qué perdió?

“Valió la pena porque mis hijos ahora que ya están maduros, son unos jóvenes que ya han hecho sus vidas independientes y están muy agradecidos. Pero se perdió la expresión corporal, mis hijos no son de venir a darme besos y abrazos y a veces estos son tan necesarios”, indica Areal.

En 1998 renunció a su trabajo como maestra de primaria en Buenos Aires, pues el salario que ganaba, 450 dólares al mes, no era suficiente para sostener a sus hijos Agustín, de 15 años; Fernando, de 13 y Guillermo, de 12.

Ese mismo año voló, ayudada por su visa de turista, de Buenos Aires a Los Ángeles en donde empezó a trabajar en la limpieza de baños públicos y niñera.

En 2005 fue contratada, en Chula Vista, en el condado de San Diego, para cuidar a un bebé de 40 días y sus hermanitos de 4 y 6 años. Durante cuatro años hizo todo tipo de tareas: cuidó niños, cocinó, limpió, atendió tareas y necesidades afectivas. “Me sentía bien pensaba que daba a otros niños el cuidado y afecto que no podía darle a los míos”, dice Areal.

Su patrona era una prominente empresaria latina quien pasaba mucho tiempo fuera de casa y las jornadas de la niñera se extendían más de ocho horas. Peor aún, los hermanos de la patrona empezaron a llevar a sus hijos para que la niñera los cuidara pero sin pagar por el servicio. Areal renunció y encontró un nuevo trabajo como niñera.

Cuando vivía en San Diego, Areal hablaba diario por teléfono con sus hijos en Argentina, pero ahora que está físicamente allá ha podido intimidar con ellos. “Hace poco, platicando con mi hijo me dijo, ‘De que sirve usar un par de Nikes si nunca te pude contar cuando le di el primer beso a una chica”, dijo Areal.

Tras evaluar lo bueno y malo de su decisión de emigrar, Areal dijo estar convencida que los padres deben estar con sus hijos. ¿Fue una mala decisión emigrar a los Estados Unidos? “Hoy me doy cuenta que si tuviera que hacerlo por necesidad lo volvería hacer, pero si me hubieran mostrado como en una película todas la perdidas que iba a tener, sinceramente, no lo haría”, concluye Areal.